De repente, desde un bistró salió un
hombre notoriamente borracho, cantando a viva voz un villancico antiguo y
popular, rompiendo el mutismo y dando un color pintoresco al sitio, aunque con
voz arrastrada y ronca por el tabaco y el alcohol.
Llegando al busto del santo, tropezó y cayó
de espaldas sobre la nieve. Después de unos segundos se puso de pie, se acomodó
el chaleco y, sacudiéndose la nieve, siguió caminando mientras repetía siempre
la misma estrofa del canto que solo interrumpía para darle tragos a la botella
con licor sostenida en su mano izquierda.
Al levantar sus ojos, vio un muñeco de nieve
en una de las veredas. El hombre se paró frente a él, se sacó la galera
en forma de saludo y dijo:
—Buenas noches, don Muñeco de Nieve.
Este solo lo miraba con su sonrisa poco
expresiva.
—Debe tener frío usted—continuó el hombre—.
Yo combato el frío con brandy. Créame que es muy efectivo. ¿Quiere? Además, me
devuelve la vida y me hace olvidar la tristeza...
Silencio rotundo.
—Mi amada murió de pena. —Al decir esto, sus
ojos se llenaron de lágrimas y el rostro, de por sí enrojecido por el alcohol,
aumentaba el color. Por un momento todo volvió a ser silencio.
—Usted sí que es buen amigo don Muñeco,
porque sabe respetar. Usted no es como los otros que pretenden saber todos los
enigmas de la vida. Tienen todas las respuestas, ¿entiende? Me llenan de
consejos… Lo primero que me dicen es que deje de tomar agua ardiente. Lo que no
saben ellos, mi amigo, es que esto es lo único que me da instantes de alegría.
¡Sí, amigo muñeco!
Otra vez un hondo silencio…
—Pero usted es un “Señor Muñeco de Nieve”.
Ni siquiera ha indagado sobre cuál era la pena de mi amada. Agradezco el
respeto—lo decía mientras le costaba mantenerse en pie.
—Todavía tengo la imagen en la mente.
Llegaron, nos dieron la mala noticia y nos entregaron solo pedazos de nuestro
hijo. Él había muerto en Austerlitz, en diciembre de 1805. Nos lo entregaron
con honores, como mueren los héroes, cumpliendo su deber. Pero nosotros nunca
nos convencimos de que aquellos restos humanos fueran nuestro hijo: su madre y
yo esperábamos su regreso. Esa espera en desconsuelo fue eterna, tanto que su
madre se apagó esperándolo.
—Le voy a confiar algo en agradecimiento a su
respeto: yo aún lo espero, siento en mi corazón que está vivo. Le pido a Dios
por su retorno. Usted me juzgará loco. Yo solo sé que soy un viejo que no
quiere irse de este mundo sin ver nuevamente los ojos vivaces de su hijo. Ahora
ando borracho y deambulando por las calles, lo busco, ¡debe estar en algún
lugar!—enfatizó esta última frase, moviendo con energía su brazo derecho,
perdiendo el equilibrio y quedando de boca en la calle blanquecina que ahora
lucía sin gente. Allí, apretando fuertemente en sus manos puñados de nieve, el
hombre lloró amargamente y al rato se durmió.
Ya habían pasado varias horas cuando una
potente luz en medio de la calle, a la altura de los árboles lo despertó, al
tiempo que sonaban las campanas marcando las 12 de la noche.
La luz lo enceguecía. Con dificultad trató
de ver de dónde venía, puso su mano en la frente para ver mejor, pero el
resplandor era muy potente. Las campanas resonaban una y otra vez muy fuerte,
pero al mismo tiempo con dulzura angelical. Se puso de pie.
Entonces, el anciano se quedó sin reacción,
con una clara expresión de asombro: ojos dilatados, boca abierta y respiración
acelerada. Pensó huir temeroso hacia otro lugar, mas no pudo, estaba como
clavado al suelo. En ese momento logró ver una figura dentro de la brillante
irradiación… Cayó de rodillas. Casi en un susurro preguntó:
—¿Quién eres tú, pequeño?
Y escuchó:
—Yo soy el Niño Jesús. No temas, vengo a
traer la paz que tu alma anhela, los destellos de alegría que le faltan, la
tranquilidad que como padre te mereces.—Y al decir esto el Santo Niño, con
infinita ternura señaló hacia una de las esquinas de la calle y lo invitó a
mirar hacia allí.
El hombre volteó su mirada al lugar
indicado. Lo que vio fue asombroso: era su esperado hijo, sano y salvo, que
venía caminando hacia él, con la misma vestimenta de la última vez. No lo
podía creer, parecía una mentira, un engaño, un sueño. Fue cuando gritó
el nombre del muchacho con fuerza, al tiempo que la luz del cielo y el Niño
Sagrado desparecieron.
También fue entonces, cuando sintió que
alguien lo zamarreaba con insistencia queriendo despertarlo. Al abrir los ojos
lo primero que vio fue el rostro de su hijo, esta vez real, que, dándole calor
con su abrigo, le dijo:
—¡Vamos papá! ¡Despierta! ¡Despierta! ¿Qué
haces tirado en la calle nevada? Vamos a casa. ¡Ya es Navidad!
FIN
©Patricia Palleres
Basado en la obra “El amigo del muñeco del nieve” del
artista Vida Gábor
Todos los textos de éste blog son privados y tienen Derecho de Autor
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Queridos amigos lectores:
Les dejo mi saludo para estas fiestas que marcan el fin del año. Deseando que nunca dejemos de ser soñadores, pero sobre todo que encontremos los caminos para hacer realidad los sueños.👄
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Gracias amigos por dejar aquí una de las cosas más sagradas que tenemos: las palabras
Las valoro con el alma.
Un gran abrazo, Pat