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junio 06, 2012

EL RAMO AZUL, Octavio Paz


Desperté, cubierto de sudor Del piso de ladrillos rojos, recién regado, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandila da alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pi­sar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y hu­medecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Rajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:
—¿Onde va, señor?
—A dar una vuelta. Hace mucho calor.
—Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité «ahora vuelvo» y me metí en lo obscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube ne­gra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. So pió un poco de viento. Respiré el aire de los tama­rindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál se­ría esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarri­llo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un co­meta minúsculo.
Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, se­guro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar una calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes después percibí el apagado rumor de unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defen­derme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
—No se mueva, señor, o se lo entierro.
Sin volver la cara, pregunte:
—¿Qué quieres?
—Sus ojos, señor —contesto la voz suave, casi apenada.
—¿Mis ojos? ¿Para que te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.
—No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos
—Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
—Es un capricho de mi novia Quiere un ramito de ojos azules. Y por aquí hay pocos que los tengan.
—Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
—Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
—No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
—No se haga el remilgoso, me dijo con dureza.
Dé la vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. VA sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el bra­zo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna. —Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El res­plandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.
—¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
—Ah, qué mañoso es usted —respondió—. A ver, encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirán­dome de la manga, me ordenó:
—Arrodíllese.
Me hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete des­cendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
—Ábralos bien —ordenó.
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pesta­ñas. Me soltó de improviso.
—Pues no son azules, señor. Dispense.
Y desapareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí duran­te una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguien­te huí de aquel pueblo.



2 comentarios:

  1. Amiga Patricia; un relato que mantiene la tensión.
    Un afectuoso saludo

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  2. Hola Patricia, un placer y una gran satisfcción se siente
    al visitar tu blog, la última entrada El ramo azul" de
    Octavio Paz. Despliegas a lo largo de la página imaginación
    y poesiía, preciosas tus letras, te felicito.
    Un beso
    Ángel-Isidro.

    http://elblogdeunpoeta.blogspot.com/

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Gracias amigos por dejar aquí una de las cosas más sagradas que tenemos: las palabras
Las valoro con el alma.
Un gran abrazo, Pat