Giovanni Papini, cuentista y polemista italiano. Nació en Florencia, en 1871; muerto en
Florencia, en 1956. Traductor de Berkeley, de Bergson, de
Boutroux, de James y de Schopenhauer. Autor de: Il Tragico Quotidiano (1906); Vita de
Nessuno (1912); Un Uomo Finito (1912); L'uomo Carducci (1918);
L'Europa Occidentale contro la Mitteleuropa (1918); Sant'Agostino (1931).
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Nadie supo jamás el verdadero nombre de
aquel, a quien todos llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él,
después, de su impensada desaparición, más que el recuerdo de sus sonrisas y un
retrato de Sebastiano del Piombo, que lo representa envuelto en una pelliza,
con una mano enguantada que cae blandamente como la de un ser dormido. Alguno
de los que más lo quisieron —yo estoy entre esos pocos— recuerda también su
cutis de un pálido amarillo, transparente, la ligereza casi femenina de los
pasos y la languidez habitual de los ojos.
Era, verdaderamente, un sembrador de
espanto. Su presencia daba un color fantástico a las cosas más sencillas;
cuando su mano tocaba algún objeto, parecía que éste ingresara al mundo de los
sueños... Nadie le preguntó nunca cuál era su enfermedad y por qué no se
cuidaba. Vivía andando siempre, sin detenerse, día y noche. Nadie supo nunca
dónde estaba su casa, nadie le conoció padres o hermanos. Apareció un día en la
ciudad y, después de algunos años, otro día, desapareció.
La víspera de este día, a primera hora
de la mañana, cuando apenas el cielo empezaba a iluminarse, vino a despertarme
a mi cuarto. Sentí la caricia de su guante sobre mi frente y lo vi ante mí, con
la sonrisa que parecía el recuerdo de una sonrisa y los ojos más extraviados
que de costumbre. Me di cuenta, a causa del enrojecimiento de los párpados,
que había pasado toda la noche velando y que debía haber esperado la aurora con
gran ansiedad porque sus manos temblaban y todo su cuerpo parecía presa de
fiebre.
—¿Que le pasa? —le pregunté—. ¿Su
enfermedad lo hace sufrir más que otros días?
—¿Mi enfermedad? —respondió—. ¿Usted
cree, como todos, que yo tengo una enfermedad? ¿Que se trata de una
enfermedad mía? ¿Por qué no decir que yo soy una enfermedad?
Nada me pertenece. ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien
pertenezco!
Estaba acostumbrado a sus extraños
discursos y por eso no le contesté. Se acercó a mi cama y me tocó otra vez la
frente con su guante.
—No tiene usted ningún rastro de fiebre
—continuó diciéndome—, está usted perfectamente sano y tranquilo. Puedo, pues,
decirle algo que tal vez lo espantará; puedo decirle quién soy. Escúcheme con
atención, se lo ruego, porque tal vez no podré repetirle las mismas cosas y es,
sin embargo, necesario que las diga al menos una vez.
Al decir esto se tumbó en un sillón y
continuó con voz más alta:
—No soy un hombre real. No soy un hombre
como los otros, un hombre con huesos y músculos, un hombre generado por
hombres. Yo soy —y quiero decirlo a pesar de que tal vez no quiera creerme— yo
no soy más que la figura de un sueño. Una imagen de Shakespeare es, con
respecto a mí, literal y trágicamente exacta: ¡yo soy de la misma sustancia
de que están hechos los sueños! Existo porque hay uno que me sueña,
hay uno que duerme y sueña y me ve obrar y vivir y moverme y en este momento
sueña que yo digo todo esto. Cuando ese uno empezó a soñarme, yo empecé
a existir; cuando se despierte cesaré de existir. Yo soy una imaginación, una
creación, un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de este uno
es tan intenso que me ha hecho visible incluso a los hombres que están
despiertos. Pero el mundo de la vigilia no es el mío. Mi verdadera vida es la
que discurre lentamente en el alma de mi durmiente creador.
No se figure que hablo con enigmas o por
medio de símbolos. Lo que le digo es la verdad, la sencilla y tremenda verdad.
"Ser el actor de un sueño no es lo
que más me atormenta. Hay poetas que han dicho que la vida de los hombres es
la sombra de un sueño y hay filósofos que han sugerido que la realidad es una
alucinación. En cambio, yo estoy preocupado por otra idea. ¿Quién es el que
sueña? ¿Quién es ese uno, ese desconocido ser que me ha hecho surgir de
repente y que al despertarse me borrará? ¡Cuántas veces pienso en ese dueño mío
que duerme, en ese creador mío! Sus sueños deben de ser tan vivos y tan
profundos que pueden proyectar sus imágenes hasta hacerlas aparecer como cosas
reales. Tal vez el mundo entero no es más que el producto de un entrecruzarse
de sueños de seres semejantes a él. Pero no quiero generalizar. Me basta la
tremenda seguridad de ser yo la imaginaria criatura de un vasto soñador.
"¿Quién es? Tal es la pregunta que
me agita desde que descubrí la materia de que estoy hecho. Usted comprende la
importancia que tiene para mí este problema. De su respuesta depende mi
destino. Los personajes de los sueños disfrutan de una libertad bastante
amplia y por eso mi vida no está determinada del todo por mi origen sino
también por mi albedrío. En los primeros tiempos me espantaba pensar que
bastaba la más pequeña cosa para despertarlo, es decir, para aniquilarme. Un
grito, un rumor, podían precipitarme en la nada. Temblaba a cada momento ante
la idea de hacer algo que pudiera ofenderlo, asustarlo, y por lo tanto,
despertarlo. Imaginé durante algún tiempo que era una especie de divinidad
evangélica y procuré llevar la más virtuosa vida del mundo. En otro momento
creí que estaba en el sueño de un sabio y pasé largas noches velando, inclinado
sobre los números de las estrellas y las medidas del mundo y la composición de
los mortales.
"Finalmente me sentí cansado y
humillado al pensar que debía servir de espectáculo a ese dueño desconocido e
incognoscible. Comprendí que esta ficción de vida no valía tanta bajeza. Anhelé
ardientemente lo que antes me causaba horror, esto es, que despertara. Traté de
llenar mi vida con espectáculos horribles que lo despertaran. Todo lo he
intentado para obtener el reposo de la aniquilación, todo lo he puesto en obra
para interrumpir esta triste comedia de mi vida aparente, para destruir esta
ridícula larva de vida que me hace semejante a los hombres. No dejé de cometer
ningún delito, ninguna cosa mala me fue ignorada, ningún terror me hizo retroceder.
Me parece que aquel que me sueña no se espanta de lo que hace temblar a los
demás hombres. O disfruta con la visión de lo más horrible o no le da
importancia y no se asusta. Hasta hoy no he conseguido despertarlo y debo
todavía arrastrar esta innoble vida, irreal y servil.
"¿Quién me liberará, pues, de mi
soñador? ¿Cuándo despuntará el alba que lo llamará a su trabajo? ¿Cuándo sonará
la campana, cuándo cantará el gallo, cuándo gritará la voz que debe
despertarlo? Espero hace tiempo mi liberación. Espero con tanto deseo el fin de
este sueño, del que soy una parte tan monótona.
"Lo que hago en este momento es la
última tentativa. Le digo a mi soñador que yo soy un
sueño, quiero que él sueñe que sueña. Esto pasa también a los hombres. ¿No es
verdad? ¿No ocurre que se despiertan cuando sedan cuenta de que sueñan? Por
esto he venido a verlo y le he hablado y desearía que mi soñador se diese
cuenta en este momento de que yo no existo como hombre real y entonces dejaré
de existir, hasta como imagen irreal. ¿Cree que lo conseguiré? ¿Cree que a
fuerza de repetirlo y de gritarlo despertaré sobresaltado a mi propietario
invisible?"
Al pronunciar estas palabras, el
Caballero Enfermo se quitaba y se ponía el guante de la mano izquierda. Parecía
esperar de un momento a otro algo maravilloso y atroz.
—¿Cree usted que
miento? —dijo—. ¿Por qué no puedo desaparecer, por qué no tengo libertad para
concluir? ¿Soy tal vez parte de un sueño que no acabará nunca? ¿El sueño de un
eterno soñador? Consuéleme un poco, sugiérame alguna estratagema, alguna
intriga, algún fraude que me suprima. ¿No tiene piedad de este aburrido
espectro?
Como yo seguía callado, él me miró y se
puso en pie. Me pareció mucho más alto que antes y observé que su piel era un
poco diáfana. Se veía que sufría enormemente. Su cuerpo se agitaba, como un
animal que trata de escurrirse de una red. La mano enguantada estrechó la mía;
fue la última vez. Murmurando algo en voz baja, salió de mi cuarto y sólo uno
ha podido verlo desde entonces.
Goivanni Papini: Il trágico quotidiano (1906).
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Gracias amigos por dejar aquí una de las cosas más sagradas que tenemos: las palabras
Las valoro con el alma.
Un gran abrazo, Pat