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octubre 30, 2024

Documentos importantes

El temporal cursaba su vigésimo octavo día. El techo del estudio donde el científico trabajaba comenzó a ceder hasta derrumbarse casi por completo, y las habitaciones que aún lo conservaban estaban sometidas, al igual que todo el caserón, al agua que crecía temerariamente.

    Andrew Smith pensaba la manera de solucionar la desesperante situación: le preocupaban sus trabajos de investigación, sobre todo la fórmula en la que trabajaba desde hacía años y ahora estaba en las últimas etapas. Ocuparse de eso no solo lo entusiasmaba por el trabajo en sí, sino porque era una cuestión personal: su afanosa labor de encontrar la “fórmula para vencer una extraña enfermedad” que arrastraba toda su familia de generación en generación y que, aunque a él todavía no se le manifestaba, sabía que sucedería indefectiblemente al llegar a la mediana edad.

    Pero el agua ascendía. Ya alcanzaba los primeros estantes del armario. ¡Tenía que hacer algo! Era preciso resguardar esa documentación importante y secreta. No se permitiría perder todos los procedimientos, los pasos sistemáticos en los que invirtió tiempo para comprender el fenómeno, sus lecturas y entrevistas a profesionales de la salud a fin de generar un conocimiento valioso y luego enfocarse en su cometido y, finalmente validar su teoría. En pocas palabras, tiempo y dinero estaban a punto de perderse si el agua seguía creciendo con tal rapidez. ¡Era urgente!

    Súbitamente se le ocurrió abandonar el lugar, tomar aquellas carpetas y dirigirse a la casa de su amigo James, a diez calles hacia el sur del pueblo. No esperaría el cese de la tormenta, obedecería ese impulso…

    Seis años habían pasado desde la última vez que vio a James, cuando este vino a visitarlo. Lo consideraba un amigo, aunque le producía una pizca de desconfianza su curiosidad innata. En esa ocasión recorrió sin ningún recato todos los espacios de la casa y miró cada uno de los rincones. Decía que tenía debilidad por las casas viejas y que esta le transmitía una mística especial. La afirmación hizo sentir un poco incómodo a Andrew, pero supo entender.

    Ahora dejaría esos recelos de lado y se dirigiría a la casa de Jame, moderna y de dos pisos, donde se refugiarían él y sus escritos.

    Se puso el impermeable y las botas, tomó el paraguas que ansioso lo esperaba colgado en el perchero junto a unos sombreros y, por supuesto, aferró fuertemente bajo uno de sus brazos el envoltorio de papeles y partió.  

    Al avanzar unos metros notó que el temporal era más fuerte de lo que aparentaba desde adentro de la vivienda. El frío intenso congelaba sus dedos. Llegando a la tercera calle, sus botas estaban anegadas y costaba mucho caminar contra el feroz viento de norte a sur. A la sexta calle el vendaval dobló su paraguas y se mojó íntegramente, y en la octava, fue la cima del infortunio: una fuerte oleada le arrebató todos los documentos y los elevó por los aires con tal rapidez que fueron vanos sus intentos de atraparlos corriendo de un lado al otro con desesperación. No podía creer lo que estaba pasando: la calle estaba tapizada en papel. Los pocos que pudo recoger contenían solo manchones de tinta. Se desesperó. ¡Todo el material perdido!

    Se alivió un poco al recordar que cinco años atrás había enterrado un cofre de madera con lo que en ese entonces era la mitad de su trabajo. Algo era algo, y ojalá que el agua no hubiera penetrado las cavidades internas del suelo ni destruido el material…

    Siguió caminando. Ya estaba a punto de llegar.

    Jame lo recibió amablemente, le dio ropa seca y café caliente con unos panecillos. Entonces, el científico explicó lo acontecido por el temporal en su vieja residencia y la catástrofe antes de llegar allí. No especificó demasiado sobre el proyecto en sí ya que era secreto.

    Jame se admiró de que aún viviera en el mismo domicilio, a lo que Andrew explicó que todos sus ingresos eran invertidos íntegramente en su labor. Jame pensó que el visitante debía atesorar gran cantidad de dinero. Luego ofreció más café al huésped y se ausentó unos minutos…

    A su regreso parecía ser otra persona riéndose de forma burlona.

    —¿Qué pasa? ¿De qué te ríes?—indagó Andrew.

    —De felicidad…

    —Muy bien. ¿Qué te causa tanta felicidad?—preguntó notoriamente sorprendido por el cambio.

    —Por el dinero que tendré a partir de ahora: el que tú me darás.

    —El que yo te daré. ¿Ah sí? ¿Y por qué? 

    —Porque tengo en mi poder algo que para ti es muy valioso—expresó con movimientos y rostro desequilibrados.

    —Cálmate y hablemos—trató de tranquilizarlo Andrew.

    —Esa noche en el bosque, te vi enterrando algo. Me escondí entre la espesura hasta que finalizaste y te retiraste. Yo no pude con mi curiosidad y desenterré el cofre. ¡Sí, Andrew! ¡Aquí está tu cofre, tu única oportunidad de recuperar años de trabajo y dinero! Ahora vale millones y millones.

    —¡Cálmate! El resultado de mi investigación es para el bien común—insistió Andrew, ya de pie.

    —Yo estoy calmado. El alborotado eres tú, Andrew—dijo Jame al tiempo que sacaba un arma.

    —¡Ya basta! ¡Es necesario que hablemos!

    —¡Sí! Debemos acordar cuándo me darás mi dinero para que te entregue tu valioso cofre…

    En un descuido de Jame, Andrew de un salto intentó arrebatarle el arma que aquel mantenía fuertemente sostenida. Se abofetearon, cayeron al suelo peleando cuerpo a cuerpo, mas no pudo quitarle el arma. Así estuvieron durante largos minutos. Hasta que en el vértigo de la pelea el revólver fue detonado.

    El silencio se adueñó del lugar. Todo había terminado.

FIN

© Patricia Palleres

 Basado en la obra “Viento y lluvia de Maurice Leloir”

(Todos los textos de éste blog son privados y tienen Derecho de Autor.)

junio 20, 2024

Al hermano ausente

 


Desde hace tres años miro la misma ventana

buscando que ninfas artesanas

me sorprendan con paisajes nuevos.

 

Absorbo jardines que me regala el afuera,

con sus matices  verdes, teñidos de ocres en otoño

y el carácter explosivo de las flores en primavera.

 

De vez en cuando, en el silencio,

y al escudriñar los secretos de la ventana,

mi mirada cae rotunda al suelo.

 

Suelo donde nuestras pisadas inquietas

recreaban los juegos infantiles,

y las risotadas ruidosas y el ritmo de la creatividad ansiosa

de tus tambores y tus platos y de mis poesías, eran sana inquietud.

 

Nuestros pasos iban y venían sobre las baldosas

que anhelaban sentir un día nuestra canción.

 

Los mismos jazmines y rosas

arraigados a la tierra de nuestras raíces.

Hoy, cuando ya no estás, me regalan torrentes de recuerdos.

Hermano amado,  ¡si habremos jugado!

 

Sigo buscando el poema frente a la fosa de luz

que es la ventana y, aunque transforme mis suspiros en melodías,

no logra calmar el ardor de la daga de tu partida.

 

¡Ay de mí sin ti! Que cuando quiero verte

debo resignarme a lo intangible…

 

Y sigo buscando la inspiración excelsa,

el arrebato de letras: el poema perfecto.

Aquel que me indique la senda segura

hacia el arco iris de tu cielo.

 

¡Oh ventanal! Flamean tus cortinas

y en certidumbre de presencia, acaricias

el florero de la mesa donde trabajo.

 

Sí, tu presencia.

Lo entendí cuando el colibrí travieso me espió esta tarde.

Él me indicó al oído un sonido:

el himno sagrado del amor de hermanos.

(Inspirado en la obra "La ventana" del pintor Vladimir Vladimirovich)

 

©Patricia Palleres


 

(DERECHOS RESERVADOS)

abril 18, 2024

Peces de colores

Yo siempre fui de esos muchachos hábiles para contar historias a mis amigos más chicos. Me encantaba ver sus caras atentas y llenas de miedo.

Aquella tarde el sol nos regalaba su calor… Entonces decidimos no asistir a la escuela para irnos al río de aguas claras. Allí les narré algo magnífico.

Al principio no creyeron nada y se burlaron de mí. Sin embargo, seguro de lo que faltaba todavía por contar, a mí no se me movió ni un pelo. Y tenía razón: a medida que avanzaba mi historia sus ojos inocentes e impresionables se abrían sorprendidos. Les dije:

—Hace muchos años en este mismo río un tiburón de grandes dimensiones apareció un 2 de febrero, día de la Virgen Stella Maris. El pueblo, que en su mayoría se dedicaba a la navegación, estaba congregado como cada año para homenajearla con cantos y pétalos de flores, y, sobre todo, pedirle que los llevara a buen puerto tanto en la vida como al navegar.  Pero, al ver esto, el diablo se enojó y apareció tomando la forma de un enorme tiburón, con la intención de asustarlos e impedirles expresarse.

—¡Oooohhh!— exclamaron mis amigos al unísono.

—En ese momento también se presentó la Virgen Stella Maris. Era la primera vez que en este lugar se enfrentaban ambas fuerzas. A diferencia del tiburón, ella llegó caminando. De lejos parecía una enorme luz que cubría un extremo del río, y a medida que se acercaba, los presentes pudieron definir que se trataba de una mujer: sus vestidos largos y holgados brillaban más que el sol y su estatura era tal que el cabello se confundía entre las nubes. ¡Sí, amigos! ¡Tenía dimensiones colosales y una extrema belleza!

Y continué con mi historia:

—El tiburón, también de gran tamaño, se encargaba mientras tanto de inquietar a los pueblerinos con atemorizantes sonidos, haciéndolos gritar y correr. Se proponía sacar a todos de allí para que cesaran con sus expresiones de espiritualidad. Inevitablemente se produjo una lucha entre el bien y el mal. La doncella lo tomó de su aleta dorsal y lo colgó de una nube gris muy oscura, casi negra. Con una voz primorosa como canto celestial —dulzura que molestaba al malvado porque no podía tolerar nada que representara belleza— le ordenó callarse.

—¡Bien!— festejaron los niños.

—Con el tiburón amarrado y sin emitir sonidos, ya no había peligro para la gente, aunque buena parte de ella se había retirado despavorida. Entonces Stella Maris con su voz-canto, sentenció:

—No serás liberado hasta tanto no inventes algo que devuelva la alegría y confianza a estas buenas personas espantadas con tu maldad. Ellas son la vida del río. —Y exigió con una aguda melodía lírica: —¡Solo te liberaré si le devuelves la vida al río!

Un eco místico se encargó de repetirlo trece veces más…

El animal, por orden la Virgen Stella Maris, a quien le temía por su prístina belleza, obedeció llenando las aguas claras de muchísimos peces de colores que hasta hoy son el atractivo del lugar y, por esa razón, visitado por miles y miles de personas.

—Bueno, pero dinos, ¿qué pasó con el tiburón y con Stella Maris?—preguntaron los niños intrigados.

—Al malvado se le quitó su disfraz de tiburón y se lo condenó a los abismos de donde no podrá salir ni asustar a la gente. Después, cuando todo estuvo en paz, Stella Maris se retiró del mismo modo que llegó: caminando lentamente, envuelta en un potente halo de luz, hasta desaparecer.

Y así, después de cerrar mi ficción, quitamos los pies de las aguas, tomamos los abrigos y nos fuimos de regreso a nuestros hogares. Mis dos amigos me fueron interrogando sobre el asunto todo el camino…

 ©Patricia Palleres


Basado en la obra: "Niños pescando en el muelle" Nicolai Bogdanov-Belsky 1868-1945
(DERECHOS RESERVADOS)

marzo 18, 2024

Futuro Incierto

A principios de 1899, Isabelle y Gérard estaban enamorados y soñaban con empezar el siglo XX unidos en matrimonio.

Pero el propio día de su aniversario, Isabelle vivió la jornada más triste de su vida. Hubiera deseado encontrarse suspendida en un sueño extenso para no atravesar semejante disgusto.

Aquella mañana ella estaba muy animada. Cantando acomodó las flores que le regalara su enamorado, corrió las cortinas para que el sol entrara, ordenó prolijamente los pocillos de porcelana en la vitrina… De repente, sobre la pequeña mesa de lectura que formaba parte de la sala, vio la libreta de anotaciones que él había olvidado. La tomó y se fijó que contenía direcciones, nombres y fechas. Consideró que serían datos necesarios para sus importantes casos, ya que era abogado, y no dudó en tomar un carruaje con urgencia y acercarle el valioso objeto.

Al llegar al despacho le extrañó que la puerta estuviera cerrada.

Pensó que faltando tan solo un año para su casamiento, no tenía por qué llamar a la puerta de ese despacho: ella no era una extraña, pronto sería su esposa, por lo tanto, simplemente abrió y entró.

En una de las oficinas contiguas vio lo que nunca hubiese querido ver, realmente no lo podía creer. En un instante todas sus ilusiones se cayeron a pedazos. Sí, ese mismo día, el de su aniversario de amor, encontró a Gérard en pasión desenfrenada con otra mujer. Lo vio con sus ojos cerrados en un largo beso, sus manos enormes acariciando aquella espalda y su respiración agitada sobre esos senos.

¡Su Gérard entregado a la pasión, pero esta vez no con ella!

Isabelle percibió miles de sensaciones en la piel de aquella mujer al ser recorrida por esas adoradas manos que le pertenecían, pero ahora eran desconocidas. ¿Cuánta confusión se agolpó en su corazón? ¿Cuántos deseos de insultarlos? Pero contuvo su ira y, aprovechando que no la habían visto ni oído, se retiró en silencio. Se retiró con los ojos llenos de lágrimas, con la certeza de que él ya no sería parte de su vida…

A la mañana siguiente, después de una noche desvelada y en llanto continuo, frente al tocador, ella se dijo a sí misma:

— ¡Qué enorme fue tu felicidad de enamorada y que fácil se derrumbó! Imprevistamente tu futuro se volvió incierto…

¿Hay algo seguro en la vida? ¿Los seres humanos somos fieles al amor? ¿El amor es para siempre? Todo eso pensó Isabelle mientras sentía que el mundo, su mundo, se derrumbaba…

© Patricia Palleres

Basado en el cuadro: "El Tocador" de Edgar Degas

21 de marzo

¡¡¡Día de la Poesía!!!

y llegada del Otoño...



(Derechos Reservados)

febrero 26, 2024

Aguas alocadas

La inesperada tormenta, quizás traída por fuerzas maléficas, fue la hacedora de un destino, de una fecha ineludible: la fecha de una muerte.

Hacía muchos años que no se veía cosa igual. El viento y la lluvia se presentaron con una fuerza inusual y las olas revueltas nos sometieron a una dramática situación. En pocos minutos nuestra nave era un sinnúmero de restos esparcidos sobre las aguas alocadas y nosotros entregados al océano como presas en las fauces de un animal feroz.

Luego, la terrible tragedia que superó todo lo demás…

Durante la mañana, cuando aún reinaba la calma, parecía rodearnos un espíritu premonitorio ya que mi hijo, el único que la vida me ha dado, me repetía una y otra vez, como buscando que no me quedaran dudas:

—Papá, te amo y te doy las gracias por estos catorce años de vida…

Horas más tarde quedamos a merced de la tempestad. La virulencia del temporal arrastró a mi muchacho. Inútilmente intenté alcanzarlo. Por el contrario, fui testigo de cómo las aguas, cual débil ramita seca, se adueñaban de su ser asustado.

Hasta que en el universo de olas embravecidas lo divisé aferrado a un trozo de madera de roda como un tajamar, lo traje hacia mí tomándolo por uno de sus brazos e intenté reanimarlo durante mucho tiempo. Abracé su cuerpecito blanquecino con la misma ternura y amor con que lo abrazaba recién nacido: su pequeño cuerpo refugiándose en la inmensidad de mi pecho y, por última vez, volví a transmitirle mi aliento de vida mientras le pedía a Dios que Él mismo fuera quien soplara sobre su nariz.

Las violentas olas buscaban volver a arrebatármelo, pero lo sostuve con fuerza. ¡Grité desgarradoramente! ¡Quería hacerlo reaccionar!

—¡¡¡Hijo mío!!!

Me negaba a soltarlo, me resistía ante la bravura de las aguas. Pero eran inútiles mis esfuerzos. Su cuerpo laxo, su rostro inexpresivo y pálido me indicaban que su alma estaba ausente, que ese ya era el cadáver de mi hijito.

Le di el último beso bañado de olas y las sales de mis lágrimas al ver que ya nada se podía hacer para traerlo a la vida ni tampoco para poder honrarlo como se debía. Me rendí, lo entregué a los oscuros laberintos del mar…

(Relato basado en la obra "Adiós de Alfred Guillou")

© Patricia Palleres

 (Todos los textos de éste blog son privados y tienen Derechos de autor)