El temporal cursaba su vigésimo octavo día. El techo del estudio donde el científico trabajaba comenzó a ceder hasta derrumbarse casi por completo, y las habitaciones que aún lo conservaban estaban sometidas, al igual que todo el caserón, al agua que crecía temerariamente.
Andrew Smith pensaba la manera de solucionar la
desesperante situación: le preocupaban sus trabajos de investigación, sobre
todo la fórmula en la que trabajaba desde hacía años y ahora estaba en las
últimas etapas. Ocuparse de eso no solo lo entusiasmaba por el trabajo en sí,
sino porque era una cuestión personal: su afanosa labor de encontrar la
“fórmula para vencer una extraña enfermedad” que arrastraba toda su familia de
generación en generación y que, aunque a él todavía no se le manifestaba, sabía
que sucedería indefectiblemente al llegar a la mediana edad.
Pero el agua ascendía. Ya alcanzaba los primeros
estantes del armario. ¡Tenía que hacer algo! Era preciso resguardar esa
documentación importante y secreta. No se permitiría perder todos los
procedimientos, los pasos sistemáticos en los que invirtió tiempo para
comprender el fenómeno, sus lecturas y entrevistas a profesionales de la salud
a fin de generar un conocimiento valioso y luego enfocarse en su cometido y,
finalmente validar su teoría. En pocas palabras, tiempo y dinero estaban a
punto de perderse si el agua seguía creciendo con tal rapidez. ¡Era urgente!
Súbitamente se le ocurrió abandonar el lugar, tomar
aquellas carpetas y dirigirse a la casa de su amigo James, a diez calles hacia
el sur del pueblo. No esperaría el cese de la tormenta, obedecería ese impulso…
Seis años habían pasado desde la última vez que vio a
James, cuando este vino a visitarlo. Lo consideraba un amigo, aunque le
producía una pizca de desconfianza su curiosidad innata. En esa ocasión
recorrió sin ningún recato todos los espacios de la casa y miró cada uno de los
rincones. Decía que tenía debilidad por las casas viejas y que esta le
transmitía una mística especial. La afirmación hizo sentir un poco incómodo a
Andrew, pero supo entender.
Ahora dejaría esos recelos de lado y se dirigiría a
la casa de Jame, moderna y de dos pisos, donde se refugiarían él y sus
escritos.
Se puso el impermeable y las botas, tomó el paraguas
que ansioso lo esperaba colgado en el perchero junto a unos sombreros y, por
supuesto, aferró fuertemente bajo uno de sus brazos el envoltorio de papeles y
partió.
Al avanzar unos metros notó que el temporal era más
fuerte de lo que aparentaba desde adentro de la vivienda. El frío intenso
congelaba sus dedos. Llegando a la tercera calle, sus botas estaban anegadas y
costaba mucho caminar contra el feroz viento de norte a sur. A la sexta calle
el vendaval dobló su paraguas y se mojó íntegramente, y en la octava, fue la
cima del infortunio: una fuerte oleada le arrebató todos los documentos y los
elevó por los aires con tal rapidez que fueron vanos sus intentos de atraparlos
corriendo de un lado al otro con desesperación. No podía creer lo que estaba
pasando: la calle estaba tapizada en papel. Los pocos que pudo recoger
contenían solo manchones de tinta. Se desesperó. ¡Todo el material perdido!
Se alivió un poco al recordar que cinco años atrás
había enterrado un cofre de madera con lo que en ese entonces era la mitad de
su trabajo. Algo era algo, y ojalá que el agua no hubiera penetrado las
cavidades internas del suelo ni destruido el material…
Siguió caminando. Ya estaba a punto de llegar.
Jame lo recibió amablemente, le dio ropa seca y café
caliente con unos panecillos. Entonces, el científico explicó lo acontecido por
el temporal en su vieja residencia y la catástrofe antes de llegar allí. No
especificó demasiado sobre el proyecto en sí ya que era secreto.
Jame se admiró de que aún viviera en el mismo
domicilio, a lo que Andrew explicó que todos sus ingresos eran invertidos
íntegramente en su labor. Jame pensó que el visitante debía atesorar gran
cantidad de dinero. Luego ofreció más café al huésped y se ausentó unos
minutos…
A su regreso parecía ser otra persona riéndose de
forma burlona.
—¿Qué pasa? ¿De qué te ríes?—indagó Andrew.
—De felicidad…
—Muy bien. ¿Qué te causa tanta felicidad?—preguntó
notoriamente sorprendido por el cambio.
—Por el dinero que tendré a partir de ahora: el que
tú me darás.
—El que yo te daré. ¿Ah sí? ¿Y por qué?
—Porque tengo en mi poder algo que para ti es muy
valioso—expresó con movimientos y rostro desequilibrados.
—Cálmate y hablemos—trató de tranquilizarlo Andrew.
—Esa noche en el bosque, te vi enterrando algo. Me
escondí entre la espesura hasta que finalizaste y te retiraste. Yo no pude con
mi curiosidad y desenterré el cofre. ¡Sí, Andrew! ¡Aquí está tu cofre, tu única
oportunidad de recuperar años de trabajo y dinero! Ahora vale millones y millones.
—¡Cálmate! El resultado de mi investigación es para
el bien común—insistió Andrew, ya de pie.
—Yo estoy calmado. El alborotado eres tú, Andrew—dijo
Jame al tiempo que sacaba un arma.
—¡Ya basta! ¡Es necesario que hablemos!
—¡Sí! Debemos acordar cuándo me darás mi dinero para
que te entregue tu valioso cofre…
En un descuido de Jame, Andrew de un salto intentó
arrebatarle el arma que aquel mantenía fuertemente sostenida. Se abofetearon,
cayeron al suelo peleando cuerpo a cuerpo, mas no pudo quitarle el arma. Así
estuvieron durante largos minutos. Hasta que en el vértigo de la pelea el
revólver fue detonado.
El silencio se adueñó del lugar. Todo había
terminado.
FIN
© Patricia Palleres