Era un veintiuno de Septiembre. Por estas latitudes estallaba la primavera nueva y al instante ella sintió el empuje necesario para terminar esa turbulenta relación.
Al fin se animaría, con mucho miedo a su reacción, pero se animaría. Estaba
harta de las escondidas, pero sobre todo de la agresividad que luego con un
pedido de perdón pretendía que nada había pasado.
Llevó en su bolso el único nexo que los mantenía en contacto: el
teléfono celular que algún día él le regalara.
A las diez de la mañana las calles lucían desoladas. Ella presentía su
presencia, lo imaginaba inquieto, escondido en algún lugar del barrio.
Recordó las horas compartidas temiendo ser descubiertos, cuando ella estaba
embrujada con su encanto y se jugaba el todo por el todo. Pero para su asombro
ahora la invadía una gran desilusión y en ese día primaveral pudo entender
cuanto valía. Al fin se despojaría de ese poder que ejercía, sometiéndola.
Ya no lo amaba. Ahora podía entender desde la propia experiencia, a las
mujeres víctimas de violencia. Su historia no era menor.
Por momentos un fuerte temor erizaba su piel, reminiscencia de lo
vivido, normal para quien estuvo herida psicológicamente por tanto tiempo. Le
temía a su verborragia, a su seguridad y por qué no a su atractivo. Pese a todo
no estaba dispuesta a volver a las humillaciones de sus insultos y destratos.
Aquella mañana, realizó las tareas habituales, sabía que en algún lugar él la encontraría, siempre lo hacía. Se
dirigió al gimnasio como cada martes. Comenzó los ejercicios físicos,
ubicándose en un lugar desde donde podía ver perfectamente la calle bañada de
sol joven y alegre.
De pronto, casi una hora después, ahí estaba, de pie en la puerta.
La buscaba con la mirada por todos los rincones de la sala de
entrenamiento, todavía no la veía entre las personas que allí ejercitaban.
Ella, de un impulso levantó su mano, no con la emoción de otros
tiempos. Ahora era necesario que la viera para poder hablar. Pero él no
reconoció a esta mujer que ahora era diferente: cabello corto y rubio, buen semblante.
Pero sobre todo "segura de sí".
En una segunda mirada sobre aquella que lo llamaba, logró descubrirla y
casi instintivamente se aproximó.
La joven mujer se admiró de sí al verse inmutable frente a un hombre
también diferente, al de aquella despedida mueve meses atrás. Ya no le producía
ninguna turbación.
Él, luego de algunas frases superficiales, le pidió hablar.
La fémina, quería estar en un lugar seguro. No permitiría de ninguna
manera que la intimidara o agrediera. Conocía su juego. Y pidió:
—Hablemos en la Iglesia que está a media cuadra.
—Yo quiero invitarte a tomar un café.
—No gracias.
—¡Vamos! Es sólo a un café.
—¿Quieres que hablemos?—preguntó con voz femenina y firme.
—Siiii —contestó apresurado el hombre.
—Lo haremos a mí manera. Y seré breve. — aclaró.
—Veo que estás enojada mi amor—emitió queriendo dulcificarla.
—Deja tu juego. —Frenó la maniobra—Sabes que aquí no hay amor. ¡Se
terminó!
Ya en los asientos del lugar:
—Yo creo en los momentos vividos… estoy seguro que tú me amas. Siempre cuando te enojas
te pones así, ya pasará. —Intentó explicarse así mismo.
—Te amé, pero nunca lo valoraste, pisoteaste mis sentimientos con malos
tratos, con puestas en ridículo, con degradación. Fui contra todos tras un
sueño romántico. Pero, hasta aquí llego.
La reacción de él fue tomar las frágiles manos de la muchacha y expresar:
—Mira a tu alrededor, a esta casa sagrada y dime si eres capaz de
decirme que no me amas.
La joven suspiró y en un instante repasó con sus ojos todo el entorno.
El respetuoso lugar, las imágenes sagradas, un Cristo ensangrentado con su
cabeza colmada de espinas denotando sufrimiento. Y reflexionó sobre su pequeño
sufrimiento ante aquel sufrimiento divino.
Más adelante, la Virgen con sus ojos amables extendiendo sus brazos,
parecía decirle: “Pequeña no temas, ven a mi regazo yo te cobijaré"
Todo este escenario, bajo el toque respetuoso de la venerada calma del
templo. Calma amiga, discreta y cómplice. Calma grande y solemne. Lo miró
a los ojos y le reiteró:
—Se me terminó el amor, no voy a luchar más.
Frase que detonó, como respuesta, el alud de palabras empeñadas en
convencer, solo convencer. Palabras desinteresadas en la opinión de su
dialogadora, palabras en desesperación egoísta.
Pensó en dejarlo hablar, de hecho así lo hizo, nada cambiaría su
corazón. En definitiva, lo que tenía que decir también se lo había dicho por
teléfono, solo que correspondía, por respeto— ¿acaso se lo merecía?—decírselo
personalmente. Así de noble era su esencia. La actitud de ella era
determinante. Por tercera vez expresó:
—Te repito no voy a continuar, no te esfuerces ya está decidido.
Introdujo la mano en su bolso, sacó el teléfono móvil y en un solo acto
se lo entregó:
—Te devuelvo el celular.
El hombre, en débil persuasión, dejó caer su mirada triste,
¿ficción?... probablemente.
En ese momento, un largo silencio se apoderó de ambos. La joven mujer,
se puso de pie y con dignidad expresó:
—Bueno, me tengo que ir. Adiós.
Él, se quedó en el silencio, pensando quizás en alguna otra maniobra de
manipulación en su porfía. Ella, se retiraba del sitio con un corazón alado y con la pesadez huyendo.
Fin
Patricia Palleres
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias amigos por dejar aquí una de las cosas más sagradas que tenemos: las palabras
Las valoro con el alma.
Un gran abrazo, Pat